Ya tenemos nombre oficial. Nos
llaman los millenials. La generación
Y. Los nacidos entre principios de la década de 1980 y comienzos de los
dosmiles. Los sucesores de la generación X (no había presupuesto para nombres
más originales). La generación perdida, como los niños de Nunca Jamás.
Somos esos niños que dejaron de
ser niños cuando empezaron a enviar los primeros SMS, que eran como el colmo
del avance tecnológico a nuestros ojos púberes. Los que daban toques en el
Messenger sólo por fastidiar. Los conejillos de indias de las redes sociales, y
de tantos y tantos experimentos educativos, universitarios y de niveles
inferiores. Los que todavía quedaban
timbrando en los portales de los amigos y no enviando un WhatsApp.
Ahora los millenials hemos dejado atrás los locos años dorados de los noventa y principios de los dosmiles, esos años de boy bands, dibujos animados las mañanas de fines de semana y
veneración a la “Encarta” como fuente principal de la sabiduría del Universo. Y
llegamos a la mayoría de edad, y la sobrepasamos, y ahora qué. ¿Y ahora qué?
Dicen de nosotros que no tenemos
término medio: que o somos unos “ni-nis” sin oficio ni beneficio empeñados en
ejercer de parásito oficial de la familia hasta que papá y mamá se cansen y no
tengamos más remedio que ensuciar nuestras delicadas manos malcriadas haciendo
hamburguesas en el restaurante de comida rápida de turno, o somos unos pesados
sobrecualificados a los que nadie quiere contratar porque somos cultos y leídos
y no vaya a ser que tengamos los dos dedos de frente necesarios para darse
cuenta de que currar 10 horas al día seis días a la semana por el salario
mínimo es esclavitud. Sin cadenas pero con contratos temporales. O sin
contratos.
Dicen que en el fondo deberíamos
agradecer, tal como están de chungas las cosas, el mero hecho de poder dar
nuestros primeros pasos en el mercado laboral, aunque sea con horarios de
mierda, sueldos de mierda, períodos de estancia gratis en las empresas “para
aprender” o curros que no tengan absolutamente nada que ver con aquello para
los que nos hemos preparándonos. Y ojo, que socialmente queda muy mal esto de
quejarse de esta manera. “Que te pueden las soberbias”. “Que uno tiene que
empezar desde cero”. “Que no sois tan importantes como pensáis, ni estáis tan
bien preparados como creéis, ni merecéis tanto reconocimiento como tenéis
metido en la cabeza que merecéis”. Perdonen, pero “empezar desde cero” es eso,
empezar desde cero, no empezar resbalando cuesta abajo por los números
negativos. Querer unas condiciones de salario y empleo que nos permitan ejercer
nuestros derechos incuestionables a la vivienda, la comida y la VIDA no es
soberbia, es el autorrespeto más básico que existe.
Dicen que somos unos quejicas.
Que siempre nos lo dieron todo hecho, y entonces, al llegar a ese momento de la
vida en que las facturas pasan a ser algo más que esos sobres feos que llegan
cada mes al buzón, no sabemos afrontarlo como “auténticos” adultos. Dicen que
protestamos por todo. Que no estamos contentos con nada. Lo cual es paradójico,
porque también se nos tacha de pasotas. De que nos la suda la política, el
mundo, el futuro; en general, todo lo que no sirva para satisfacer nuestras eternas
necesidades hedonistas y egocéntricas. De que en realidad nuestras quejas son
por vicio, que a la hora de la verdad no movemos un dedo para cambiar aquello
con lo que estamos disconformes. Que con darle a “asistiré” al evento de una
manifestación en Facebook ya creemos que hemos cumplido nuestro cupo de
solidaridad diaria.
Pues no, señores. No discuto que
no haya gente pasota, que la hay, de todas las edades y generaciones. Tampoco
discuto que haya mucha gente que sea mucho de boquilla, y luego abres el
periódico y ves porcentajes de abstención en elecciones cada vez más altos.
¿Pero que somos una generación despreocupada? Para nada. Que, precisamente,
esas redes sociales que tanto se demonizan las utilizamos en muchos casos para
movernos, criticar, actuar, hacer ruido. Que llenamos las calles en cada
manifestación. No somos la “generación adormecida”. Somos todo lo contrario.
Somos la generación perdida. La
generación indignada. La generación emigrante. La generación con ganas de comerse el mundo, a pesar de que la mayoría de las veces el mundo se nos acaba por comer a nosotros. La Y que hay que despejar de la ecuación. La generación con el futuro
más negro que se recuerda en muchos años. Y sí, una de las generaciones más
explotadas, infravaloradas, subestimadas e incomprendidas de la Historia
reciente. Heredamos de nuestros predecesores hasta las siglas: JASP. Para ellos
significaban Jóvenes Aunque Sobradamente Preparados. Para nosotros, que aunque
nos pinten como poco más que unos mequetrefes ignorantes obsesionados con el
número de “me gusta” que han conseguido en su último selfie, estamos la hostia de preparados, significan otra cosa. Significan Jóvenes… Aunque
Sobradamente Puteados.